Él sacó la bañera, quitó un palo macizo que estorbaba, y la centró en la sala, que era una falsa prolongación de la única habitación existente. Sintieron así que las paredes del baño no los sofocarían ni les daría la triste sensación del encierro; luego ella se despojó de sus ropas, sin el religioso pudor que tienen las señoras mayores, y se metió en la bañera esperando, quizás en vano, que esto la relajara.
Su acompañante, un sujeto alto no mayor de treinta años, cuya apariencia contrastaba con la de ella, estaba vestido de negro y vigilaba a la cabecera de la bañera, cruzando solo las palabras necesarias, y evitando mirar las largas cicatrices que escondía esta mujer, que adornaba, con cierto orgullo, su cuerpo esquelético.
Su acompañante, un sujeto alto no mayor de treinta años, cuya apariencia contrastaba con la de ella, estaba vestido de negro y vigilaba a la cabecera de la bañera, cruzando solo las palabras necesarias, y evitando mirar las largas cicatrices que escondía esta mujer, que adornaba, con cierto orgullo, su cuerpo esquelético.
-Estoy de acuerdo. No ha sido suerte, respondía él alguna aseveración, casi sin haberla escuchado y sin ganas de entenderla.
Él estaba pensando en cómo una mujer podía vivir tranquila, oculta en moteles eventuales, después de haber hecho tanto daño, después de haber visto tanta sangre de tanta gente. Inconcebible.
-Alguien le paga. Alguien le da dinero, se decía a sí mismo, mintiéndose, tratando de justificarse las noches de persecución, los nombres falsos, el incestuoso amor, la pobreza moral…
De pronto, de golpe, irrumpieron hasta cuatro hombres en la habitación, elevando voces e insultos, porque al fin los habían encontrado.
Ella se irguió de la bañera, cruzó un brazo sobre su pecho y otro sobre su sexo, en una repentina manifestación de vergüenza, e intentó ocultarse tras su oscuro acompañante, éste dió dos abismales pasos hacia atrás, marcando el inicio del abandono. Ella se deslizó nuevamente dentro de la bañera esperando la muerte inminente en manos de sus invasores.
Él miró el palo que hacía rato había movido, y sin terminar de mirarlo, lo cogió. Sus amenazantes verdugos quedaron, pese a su superioridad numérica, detenidos un instante: un instante suficiente.
-…¡Me ha hecho más daño a mí que a todos Uds!, dijo, mientras impactaba en la espalda de la mujer un golpe fulminante, y tras este, otro, y otro…al tiempo se le escapaban unas lágrimas, quizá por estar cometiendo su primer asesinato, quizá por saber que no podía huir de su cercana muerte, o quizá por experimentar ese alivio necesario...