Hace mucho tiempo, antes de la llegada de los animales terrestres, hubo un ente que tuvo el privilegio de crear caminos, poblar la tierra, aventurarse por lugares desconocidos y disfrutar la gloria del descubrimiento.
Desde mares, desde ríos, desde lagos, desde playas se fue desplazando, conquistando territorios, llevando a su familia, sus hábitos, sus consecuencias por la tierra. Los animales de hoy llevamos su estela impregnada. Y los humanos, cúspide fugaz de la evolución, no hemos podido igualarle en su paso benigno por el mundo.
Una leyenda erwey, trasmitida desde la época rocosa, cuenta que mientras estos seres llevaban sus semillas y frutos por el mundo, satisfechos de su divina misión de disfrutar la tierra, los dioses decidieron que sus piernas comenzaran poco a poco a sentirse cansadas, muy cansadas y que su paso se tornara lento, muy lento. Esto no los detuvo.
Los tiempos sucedían y las nuevas formas de vida, como las curiosas aves del cielo, se convirtieron en sus amigas, y los reptiles del suelo, y los peludos mamíferos: eran sus amigos; pero ahora, todos tenían un paso más veloz y el cansancio en sus piernas tornó en dolor. Cada paso de cada uno de los miembros de esta familia fue doloroso como la muerte de un niño. Ya no se podía andar. Ahora había que detenerse. Para siempre. Otro orden reinaba.
Los Árboles -tal es el sombrío nombre conque los conocemos hoy- aceptaron con humildad haber cambiado sus pies por raíces y aún hoy algunos de sus más viejos amigos, como los canes, humedecen sus plantas cuando los ven porque sus memorias ancestrales recuerdan el dolor que sufrieron, y compartieron, hace mucho tiempo.