Llegaseis vosotros, padres, dadores de mi vida, maestros de mí, de vuestros diarios paseos vespertinos, de la tarde de vuestra vida, cargados de grandes bolsas misteriosas, sonriendo, buscándonos con los ojos, verificando que no nos sucedió nada en vuestra breve ausencia, padres, que os deis cuenta que estamos bien, que tenemos salud por vuestra permanente supervisión.
Llegaseis comentando, entre risas, el nuevo peinado de la cajera del supermercado de los árabes, mientras nosotros nos colgamos de vuestras piernas y os preguntamos:
-¡¿Qué nos habéis traído?!
impetuosos, entre casi gritos, y nos respondieseis, como siempre, que no hay dinero en este mes.
Llegaseis y preguntaseis por Enrique, que en nuestros recuerdos siempre está dibujando vialidades imposibles en el suelo del hogar, con la blanca tiza sustraída de la escuela, absorto de vuestro diario paseo y de la palpable realidad, y nosotros respondiésemos que está bien, jugando.
Llegaseis y acomodaseis en la nevera todas las cosas que hubisteis comprado ("la gelatina amarilla no nos gusta") y nos sorprendieseis, de pronto, descubriendo del fondo de la última bolsa, un discreto y reluciente juguete para cada uno de nosotros.
-¡Enrique, ven, un regalo!
Llegaseis, padres, padres queridos, llegaseis y todo se mantuviese así.