lunes, 19 de febrero de 2007

Perros


1.

Mi padre la llevó una mañana del fin de semana. Era negra con un brote de pelos blancos en el pecho, ágil, delicada, y de patas finas. Tal era nuestra primer perra. Yo alcanzaría, apenas, los cinco años.

-¡Una perra purasangre!

Para aquella época, mi hermana se negaba a gatear y suplía esa costumbre humana arrastrándose, balbuceando siempre. Mis hermanos gemelos, flaquitos, se escondían, cada quién, tras una pierna de mi padre, cuando veían a la perrita tras ellos, juguetona, moviendo su cola, enérgica y con su roja lengua afuera.

Yo, en calidad de hermano mayor, debí no temerle a la animal, y, a duras penas, lo hice.

Llegó el momento de colocarle un nombre a la perrita. No se podía seguir llamándole 'la perra'. Todos propusimos nombres, nombres exóticos, comunes y raros, según el caso.

Mi madre no había participado en nada. Permanecía callada. Molesta con mi padre por un cuento extramarital que yo supe años después.

Al cabo, decidida, postuló un nombre para la perrita que a la larga fue el que se impuso:

-Se llamará Judith, dijo, seguro que a su papá le gustará ese nombre.



2.

Hubo otros perros en medio. El esposo de Judith, era un perro castaño, fuerte y decidido.
Azrael, se llamaba. De esta unión hubo un descendiente, negrito, que, presumimos, fue devorado por su padre, porque, al regresar de un tiempo de ausencia, había desaparecido.


3.

Tuvimos un cobarde pastor alemán, también. Canis familiaris ignavus. No podía ver humano alguno porque, feliz, juguetón, enérgico, se iba tras él a insinuarle querer jugar.

No le agradaba a mi padre que hiciera eso con extraños.

-Tiene que atacarlos, aseguraba, no jugar con ellos.

Talvez para acabar con este comportamiento, o talvez para enfurecerlo, se decidió amarrarlo a un arbol en el patio de atrás.

La falta de ganas, hizo que no nos preocupáramos en comprar una correa de acabado profesional. Al perro lo atamos con lo que pudimos improvisar: unos jirones que abundaban en la casa.

Cuando el perro veía algo que le llamaba la atención, se disparaba tras ese algo, y las ataduras a su cuello lo limitaban, y, de su carrera alegre, supongo, solo quedaba un dolor de cuello.

Al paso de las semanas, sus ímpetus eran menos. Apenas y se avalanzaba sobre la comida que le llevábamos.

Un día mi madre lo acariciaba y un gusano cayó sobre su falda. Gritó. Al revisar bien de dónde había salido, notó que del cuello ensangrentado del perro, florecía una colonia numerosa de gusanos. De inmediato desató al animal. Nos dio aviso.

Al segundo día del incidente, murió; y yo no participé en el entierro.


4.

El perro se llamaba Duque. Fue el nombre elegido por el menor de mis hermanos. Tuvo ese derecho, pues el perrito era para él. Era blanco todo, soltero. De una raza extraña. Un experimento de la genética canina popular. Un híbrido entre un callejero de la calle diecinueve y uno de la calle veinte, de Mérida.

Cuando llegó el momento de la mudanza, nuestros padres salieron con el perro. Mi hermano no se debía enterar que lo iban a abandonar a su suerte por las calles de Dios. Hubo otra versión oficial, más elaborada, para él. Pero en vano. Cuando nuestros padres llegaron de abandonar a Duque, mi hermano menor

-¿Ya llegaron de botar a mi perro?, preguntó sin titubeos.